lunes, 11 de septiembre de 2017

AMORES DE SARMIENTO


na mañana del verano de 1865, mientras descifraba laboriosa-mente la desas-trosa letra de supadre, Aurelia Vé-lez, La Petisa, se sacó con gesto rápido los bucles oscuros de la cara, mojó otra vez la pluma en el tintero, y suspiró con leve sonrisa. A los 28 años, Aurelia no sólo era la hija menor y preferida de Dalmacio Vélez Sarsfield, sino su secretaria, su mano derecha. Aunque no era jurista, como el hombre que en la habitación contigua escribía los principios que regirían las relaciones entre los argentinos de los próximos siglos, la interesada copista comprendió que el artículo del Código Civil que reescribía de algún modo la implicaba. Así, La Petisa fue hasta el atestado escritorio paterno para confirmar lo que entendía. Y había entendido bien: "Pérdida de la vocación hereditaria por separación de hecho sin vocación de unirse", el inciso agregado por Tatita a los artículos referidos al matrimonio civil liberaba a Aurelia de la tutela de su fugaz marido de una década atrás e inhibía al desgraciado médico Pedro Ortiz de heredar algo de la hija de aquél. Una vez más, su padre no la había abandonado. Antes de volver a su trabajo salió a la galería de la quinta de Almagro donde estaban recluidos desde hacía meses –trabajando en ese texto él, lidiando con su letra ella– y repasó una vez más la nueva carta de Nueva York que conservaba en el bolsillo, perturbadora, pero mucho más fácil de leer. La letra de Sarmiento era decidida como sus ideas, clara como sus deseos. Le hablaba de Brooklyn, de Broadway, del juicio a los asesinos de Lin­coln, de las mujeres yanquis que viajaban solas; jugaba con sus celos, la invitaba a embarcarse, a convencer al "doctor cordobés a darse un paseo de cuatro meses por este país encantado". Esa misma tarde le contestaría: le haría saber que no deseaba otra cosa que estar con él, claro que sí, pero que el Código la retenía en Buenos Aires.

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