
De una vieja dama indigna
Aurelia Vélez quedó sola y rica. Entonces se fue a Europa, y no volvió definitivamente hasta veinte años después. Es probable que, de regreso, haya visitado y mirado de soslayo, no sin ironía, la estatua de Sarmiento en Palermo, y es seguro que habrá hojeado la biografía de Lugones, en la que brilla por su ausencia. No le habrá importado demasiado. Había vivido mucho, y acaso apostara más al olvido que a una memoria torpe o malintencionada. Murió a los 88 años, en 1924. Como hubiera especulado Borges, con esa vieja dama indigna que pese a todo recibió la típica, adocenada necrológica de la dama patricia, morían muchas cosas más. Esa mujer había nacido y crecido en una aldea con calles de barro y moría en otra ciudad, en otro mundo: la Buenos Aires de Marcelo T. de Alvear, ya con subte, cines y fútbol para "los últimos porteños felices". Llegó demasiado temprano para los duros códigos de la primera; demasiado tarde para aprovechar la segunda.
Como el del hombre del que se llevaba las últimas imágenes íntimas, el suyo había sido también, a su manera, un raro destino sudamericano.
Por Juan Sasturain- LA NACIÓN
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